Cuando no estás...
Cuando no estás, ya sabes, siempre es una ardua tarea la de rellenar el tiempo. Y la de no saltarme las comidas. Y la de seguir socializando en vez de hacerme una bolita bajo el edredón.
Cuando no estás, ya lo sabes, ya lo sabéis también vosotros, me hago (un poco más) chiquita, y arrastro un poco los pasos, las sonrisas, y aunque intento mantenerme a flote entre libros, y aunque intento responder a la gente que sigo teniendo cerca y que me cuida, y aunque intento cuidarme yo también, hay noches que me pillan desprevenida, o fines de semana que me arrastran, o semanas enteras que me aplastan bajo su peso.
Y no es que tú seas un súperheroe que lo aleje todo siempre; sabes que muchas veces, incluso cuando estás a mi lado, las lágrimas me pueden, o la cabeza se me rebela, o el trabajo se me hace una montanya por la que apenas puedo trepar. Pero cuando además estás lejos... mis piernas renquean y tropiezo con todo, incluso -sobre todo- conmigo misma: pies trabados y caída segura.
Cuando no estás el mundo es un lugar más frío, más hostil, más lejano. Apenas hace una semana que estás fuera y ya estoy cansada de pelearme las manyanas.
Pero, como siempre, no hay más opción que intentar mantener la cabeza rebelde en su sitio y los pensamientos danyinos fuera de casa, aunque haya que echar el cerrojo y darle siete vueltas a la llave para que no se cuelen dentro. Porque aunque a veces, siempre demasiadas, no parezcamos tener más fuerzas, suele quedar un rinconcito dentro donde sorprendentemente quedan más. Las suficientes para avanzar otro paso.
Sólo tengo que buscar las fuerzas. Y sé que las guardé en algún sitio, por aquí o allá... tienen que estar en alguna parte. Dentro, seguramente.
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